La invitación que recibieron los compañeros de carrera de Juan era una foto de un disfraz, y dentro del disfraz estaba el propio Juan. El pie de foto tenía unas palabras:
Segundo Jazz era uno de los garitos que configuraban el circuito de jazz de la capital a finales de los ochenta y principios de los noventa. Un circuito en el que siempre actuaban los mismos: Jayme Marques, la Canal Street Jazz Band, Jorge Iturralde y, si había suerte, Tete Montoliú.
A los compañeros les sorprendió esa iniciativa de Juan, acostumbrados a su rol secundario. En realidad no era una iniciativa suya. Sus dos hermanos estrenaban grupo de música, y pensaron que una fiesta privada era un buen banco de pruebas para el grupo.
Llegó el gran día y Juan presentó al grupo sin nombre: su hermano mediano en la voz, su hermano pequeño a la guitarra rítmica, un amigo de un amigo en la guitarra principal, bajo y batería.
Tras tres horas de fiesta y concierto, Juan recuperaba su anonimato habitual escondido en la barra del local, tomando copas y sonriendo a cualquiera que se le acercara, mientras el grupo sin nombre desgranaba canciones de los Stones, los ACDC y los primeros Guns and Roses, con los ojos inyectados en sangre del guitarrista principal haciendo los punteos.
Uno de los pocos malotes de la clase se acercó a la barra con cara de susto.
– ¿Qué te pasa? Traes muy mala cara. ¿Te has metido algo en el baño?
– Hay un regalito en el aseo de los chicos.
– ¿Qué ocurre, le has preparado una raya a Juan en el lavabo? Juan es muy pringado, nunca toma drogas. Alcohol como mucho.
– No me estáis entendiendo. Tenéis que venir.
– El grupito de la barra se acercó al baño de los chicos. En uno de los reservados estaba el regalo: un cadáver con la cabeza metida en la taza.
– Hostia. Qué coño ha pasado aquí.
– Hay que cerrar el local y ver quién ha sido.
Una enorme nariz se abrió paso entre el grupo que colapsaba la puerta del aseo. La nariz pertenecía a Marcos, y era la brújula que marcaba el Norte a toda la clase. La flauta de Hamelin que seguían todos los demás, dirigidos algunas veces al paraíso y otras al borde del precipicio, según funcionara la intuición de aquel poderoso olfato.
– ¿Qué ha pasado aquí? Contadme.
Juan echó en falta en ese momento a la coquito y a su tranquilidad para pensar en las situaciones difíciles. El cerebro de Mar, la gallega, no era lo único de ella que Juan echaba en falta en esa fiesta. Mar era su alter ego femenino en la clase, la rara que nunca encajaba del todo en ningún sitio. Eran casi vecinos y volvían siempre juntos de la Escuela, demostrando un entendimiento que nunca llegó a más. Mar estaba secretamente enamorada del guapo de la pandilla de Juan y Juan estaba secretamente enamorado de la guapa de la pandilla de Mar. Si a los veinte años mandara la razón y no el corazón, Juan y Mar se hubieran juntado y habrían dejado que los guapos ligaran entre ellos.
– No hay mucho que contar. Hemos entrado y hemos visto esto.
– ¿Le conoce alguien?
– Por lo poco que vemos, no.
Juan tenía la sensación de que un malo merodeaba la fiesta sin poder entrar. Ahora resultaba que el malo estaba dentro. Juan no creía que ninguno de los pardillos de sus compañeros fuera capaz de cometer un crimen. Sólo concebía un culpable, los ojos inyectados en sangre.
– ¿Quién fue el último de salir del baño?
El cerebro masculino de la clase habló.
– Nariz, ¿por qué crees que ha sido uno de nosotros?
– ¿Cómo dices, Fran?
– ¿No habéis aprendido nada de la Facultad?
El tono prepotente de Fran sorprendió a sus compañeros, acostumbrados a ver cómo disimulaba su descomunal talento para las matemáticas. Lo achacaron a los nervios por la situación.
– Podemos calcular la hora a la que murió utilizando la ley de enfriamiento de Newton. Sólo necesitamos calcular la temperatura ambiente, la temperatura del cuerpo ahora y dentro de un rato y resolver una ecuación diferencial lineal. Si murió antes de las 21, el autor no es uno de los nuestros.
La nariz retomó el mando de la situación.
– Héctor, ¿tienes un termómetro?
Héctor solía llevar de todo en su mochila.
Midieron las tres temperaturas y las dos hormiguitas de la clase se pusieron manos a la obra con la ecuación diferencial.
– Un momento, ¿quién nos dice que la temperatura en este bar no la rige la ley de Stefan? En ese caso la ecuación era de Bernoulli, ¿no? ¿Y cómo era el cambio?
– No, en ese caso la ecuación es de variables separadas. En todo caso, estamos todos muy borrachos como para hacer un cambio de variable. Linealizamos.
– Según nuestros cálculos, el fiambre está aquí desde ayer.
– Pues entonces estamos salvados. Salgamos de aquí.
– No tan deprisa. Cuando vea esto Segundo, nos denunciará.
Segundo era el dueño que daba nombre al pub. Se bastaba y se sobraba para ser también el camarero y el vigilante que echaba a patadas a los borrachos. Un hueso duro de roer.
– Nadie nos va a denunciar. Este hombre está en muchas mafias. Probablemente él tenga que ver con esta muerte, igual era un matón que habían mandado para cobrarle una deuda. Nos tenemos que quitar de encima a Segundo.
– ¿Qué dices, nariz?
No digo matarle, sólo dejarle fuera de combate. Luego tenemos que salir en dos filas ordenadas, como si fuera una evacuación.
Los ojos inyectados en sangre era el único que tenía suficiente vida canalla como para pelear con Segundo. Había pasado de ser el principal sospechoso a ser el principal aliado. Eso sí, no se iba a arriesgar poniéndose frente a él. Le dio un violento botellazo en la nuca, un golpe de conejo que derrumbó a Segundo, como en las películas.
Los chicos salieron del bar pisándose unos a otros, en un repentino tránsito de la vida de estudiante a la vida adulta. Una vida adulta con mil horas dadas de clase, o con miles de horas gastadas en una empresa que ni te va ni te viene. Vacías vidas adultas en las que al menos tenían una historia que contar, una leyenda para susurrar en los aniversarios de la promoción: el caso del fiambre encontrado en el servicio de caballeros del Segundo Jazz.
Autor: Javier Rodrigo Hitos